Empiezo confesando que amo a la iglesia. Quizá no suene muy profundo, pero es algo radical, si conocieran mi historia.
Fui criado en lo que podría llamarse una religión nominal. A los 13 años dejé la iglesia. El pastor nos gritó, a mí y a mi amigo Alex, por jugar en la parte trasera del templo durante el servicio. Me sentí tan mal que no asistí a la iglesia por 5 años, en los que mi vida se precipitó en la droga y alcohol. Justo antes de graduarme de la secundaria (high school), un evangelista de Cruzada para Cristo me guió a Cristo.
En un campamento de verano, aprendí que los seguidores de Cristo debían pertenecer a una iglesia local, donde podían adorar, servir, dar y crecer. De modo que, el año 1978 empecé a asistir a una IMU que experimentaba un gran crecimiento, durante el movimiento carismático.
Empecé a crecer en la fe en dicha iglesia y empecé a sentir el llamado al ministerio. La iglesia confirmó mi llamado y me envió al Asbury College y al Asbury Seminary, para prepararme para ser un presbítero metodista unido.
Me gradué, fui ordenado y empecé mi ministerio en la iglesia local. De pronto, un prejuicio interior me confrontó. Me di cuenta que menospreciaba la iglesia. A pesar de mi conversión, la maravillosa congregación donde crecí y fui llamado, y la gran educación y práctica teológica que recibí, me di cuenta que odiaba a la iglesia. La veía como un mal necesario que debía soportar mientras salvaba a la gente para Jesús.
Los cínicos podrían decirme que mi desprecio por la iglesia era legítimo y, hasta cierto punto, tienen razón. Hay muy pocos ejemplos de iglesias con vitalidad en nuestro país. No había tenido la experiencia de una iglesia que funcionase con los valores y propósitos del reino de Dios. Mi experiencia fue con iglesias que se concentraban en las minucias.
Mis amigos con mentalidad sociológica me dirían que mi enfermedad era una función de mi edad y del grupo demográfico al que pertenezco. Los baby-boomers hemos sido llamados gente anti-institucional. Mi generación está programada para desconfiar del gobierno, la industria, las escuelas y las organizaciones religiosas.
Una segunda conversión
Entonces experimenté como una segunda conversión. Tres experiencias quitaron mis prejuicios. Primero fue la experiencia de ser asignado, en 1992, a la IMU Christ, en Fort Lauderdale, para servir con Dick Wills. Dios estaba trabajando para transformar esa iglesia, lo que me dio la oportunidad de ver algunos destellos de lo que es una iglesia bíblica.
Segundo, empecé a escuchar historias de congregaciones que estaban de una forma nueva: la IMU Christ, en Memphis, Tenn., la IMU Frazer Memorial, en Montgomery, Ala., y otras congregaciones como Willow Creek, Chicago, y Saddleback, Calif. El encuentro con estas iglesias confrontó mis prejuicios.
Por último, empecé a leer la Biblia en una forma diferente. El Espíritu me entregó nuevos lentes para leer. La Biblia habla de una iglesia local que es esperanza para el mundo, una novia pura adornada para su novio, el cuerpo de Cristo funcionando simbiótica y efectivamente para el reino, un grupo unido por una misma lealtad a Jesús y su reino, que trabajan para tomarse el mundo con amor.
Dios usó la iglesia en la que servía y otras más, así como su Palabra, para erradicar mi prejuicio. Dejé de pensar en la iglesia como algo que despreciaba u odiaba, para pensar en ella como instrumento de deleite y honor. Mi primera conversión fue a Jesús, mi segunda conversión fue a su novia, la iglesia.
*Acevedo es pastor de la IMU Grace, una congregación con varios lugares de adoración, al sur de Florida.